Dudo que exista un niño que no haya soñado con encontrar un tesoro. A veces siguiendo un mapa con una gran X donde cavar, otras veces recorriendo algún lugar perdido en el tiempo, resolviendo puzles y abriendo puertas. Pero, al menos yo, aún no he encontrado nada, de ninguna forma, ¡aunque no pierdo las esperanzas! En fin, resulta que quizás la manera más común es mediante un golpe de suerte, por casualidad. El Archivo Nacional conserva un expediente[1] que habla justamente de un suceso que a cualquiera de nosotros nos debería parecer fenomenal… O quizás no.
Vichuquén tiene ese encanto que solo la naturaleza verde puede entregar, aunque para ser justos, sin esa gran serpiente azul que ondea suavemente bañando su piel, estaría incompleto. Los hombres disfrutan el paisaje y se entretienen deambulando por el pueblo, conversando en las esquinas lentas que cada tarde proveen nuevas historias, como la que se contaría por un buen tiempo en toda la región y también en Santiago. Aquella noticia se contaba con los ojos muy abiertos y generaba abundantes exclamaciones y preguntas.
El cura Fuenzalida llegó a Vichuquén con todas las ganas de hacer que su estancia en el nuevo destino fuera armoniosa y agradable. Arribó en los primeros días de abril, cuando el tiempo se vuelve más impredecible y lo recibió el cura interino junto a los vecinos notables, porque todo ocurría con ceremonia. De inmediato se puso al día con los oficios pendientes, comenzó a bautizar, sacramentar parejas, hacer misas fúnebres y mientras estaba en el epicentro de su actividad pública, se dio cuenta de un desafío evidente, debía hermosear la iglesia. Es que el tiempo no pasa en vano, ni ahora ni en el siglo XIX cuando ya entonces la iglesia era antigua; llevaba terremotos a cuestas, inundaciones y tejas quebradas. ¿Cómo podrían lucir las copas pulidas y brillantes, el Cristo humilde, pero señorial, en un altar viejo y alicaído?
A los pocos meses, Fuenzalida ya tenía lo suficiente para iniciar los primeros arreglos, partiendo por mudar el altar mayor y dejarlo con la gracia que ameritaba tan distinguida parroquia. Entrando la primavera y aprovechando organizadas visitas a sus misiones en Licantén, Naicura e Iloca, donde en terreno el cura bautizaba, confesaba y casaba feligreses; Nuestra Señora del Carmen, que así se llamaba la parroquia, iba camino a contar con un remozado altar.
El encargado de dirigir las obras fue don José Basilio de la Fuente, un buen vecino que tenía entonces unos 63 años de edad, aunque esto era una aproximación, porque nadie contaba el tiempo solar, sino el paso de las estaciones, la temporada de siembra, la cosecha, las fiestas mayores y todo de nuevo, en un ciclo interminable y parsimonioso, entre caminos embarrados y un lago de fondo.
Era un jueves 14 de septiembre de 1848 y como de costumbre los trabajadores estaban dispuestos al alba. Juan Andrés Catrileu, peón que “gobernaba” la barreta, el carpintero Matías Silva y don José Basilio. Midiendo acá y allá, unos leves cálculos previos y manos a la obra.
Catrileu comenzó a despojar de tablas la tarima donde estaba el altar, con la aprobación del carpintero Silva, hombre que en esos años hacía las veces de arquitecto e ingeniero, como también de mueblista y artista de la madera. No era un trabajo de gran complejidad, pero destructivo a simple vista, porque debían quitar el armazón de piso que se elevaba sobre el resto de la iglesia, esa estructura que permite dar un toque teatral a las ceremonias al proyectarse en un plano superior. En eso estaba Catrileu cuando al sacar una de las tablas pudo visualizar un ladrillo redondo que sobresalía bastante del piso.
Que hubiera algo distinto a polvo y telas de araña sólo motivó la curiosidad del peón, como del carpintero, y al quitar la improvisada tapa vieron enterrado un cántaro de greda. Silva llamó a don José Basilio y a este le pareció que se trataba de un depósito de óleo sobrante; aquel aceite que aplicada formando una cruz en la frente de los pequeños, tiene el poder de salvar sus almas.
Continuaron trabajando hasta mediodía, cuando el estómago reclamaba una merienda contundente. Salieron Silva y Catrileu a comer fuera y don José Basilio después de cerrar la iglesia, se quedó dentro y volvió a inspeccionar el hoyo con el cántaro. En ese instante se dio cuenta que no tenía ni aceite, ni ostias, contenía algo insólito, monedas de plata.
Don José Basilio al tomar conciencia de lo que tenía entre sus manos, se dirigió a contarle a su sobrino don José Gregorio de la Fuente, quien era la autoridad local, el subdelegado de Vichuquén. Le detalló lo encontrado, fueron junto a dos testigos a la iglesia y contaron el “tesoro”, como fue catalogado. Había 709 pesos. Ese monto que hoy parece irrisorio, equivalía a una pequeña fortuna, con la cual se podía comprar un sitio en Santiago o unas cuantas hectáreas de tierras. Pero antes de pensar en qué gastarlo, había que tener claridad sobre quién era el dueño, sería la parroquia de Vichuquén porque allí se encontró o don José Basilio porque fue quién dio a conocer el descubrimiento a las autoridades locales, o el peón Catrileu y el carpintero Silva por ser estos últimos sus primeros descubridores. Aún no había respuesta.
En primera instancia, el tesoro lo retuvo don José Basilio, mientras tanto esperaba a que se aclararan las dudas o a que el tiempo pasara.
A medida que recordaban lo sucedido, cada uno de los involucrados comenzó a sentir que su derecho crecía. Aunque ellos no lo supieran al comienzo, había un interesado que no estaba en los planes de nadie. Resulta que un abogado local supo de este hallazgo -lógicamente nadie guardó en secreto la asombrosa noticia- y le comentó a don José Ignacio Eguiguren, quien a la sazón había quedado como albacea testamentario de don José Hurtado de Mendoza. Este último personaje falleció en 1843, aparte de haber sido un ardiente patriota cuando la población letrada estaba dividida, durante los momentos más álgidos de la revolución independentista fue el cura de Vichuquén.
Don José Hurtado de Mendoza llegó al pintoresco pueblo a comienzos de 1807 y estuvo allí hasta el 5 de julio de 1818, cuando ya la patria estaba prácticamente consolidada. Él mismo al dejar su cargo y partir a Santiago, hizo entrega de los bienes materiales que pertenecían a la iglesia, aunque reconoció que no tenía los libros de registros al día “porque con los movimientos consiguientes a las circunstancias de los tiempos” no había traspasado las anotaciones de sus cuadernos. Quedará la duda si el siguiente cura regularizó la situación, pero de lo que no hubo dos opiniones fue sobre su compromiso con la causa vencedora.
30 años después de la partida de Hurtado de Mendoza fue hallado este tesoro con monedas de plata acuñadas en 1816. He ahí el principal argumento que Eguiguren ocupó para solicitar la inmediata restitución de aquella pequeña fortuna, la fecha de las monedas. No podía ser otro que el cura patriota quien guardó el tesoro en medio de la contienda bélica y el bandidaje creciente. Y había más, Eguiguren tenía un testigo que según su versión, había acompañado al sacerdote a esconder el cántaro, se trataba del presbítero don Rafael Cabrera quien prometió a Hurtado de Mendoza no revelar el secreto a nadie.
Cuando se interrogó a don José Basilio de la Fuente sobre esta solicitud, en marzo del año siguiente, se mostró escéptico y en el fondo contrario a la petición, pues señalaba con incredulidad que el cura Hurtado pudo dejar el tesoro, como “pudo haberlo hecho cualquiera de los otros curas posteriores”. En vista de la respuesta de este último, Eguiguren solicitó que la custodia del dinero, que tenía de la Fuente, pasara a un juez en Santiago.
Nada más se le pidiera entregar el tesoro, la justicia solicitó la presencia de don José Basilio como descubridor de la fortuna, ya que podía tener interés en este asunto. Sin embargo, el carpintero Matías Silva, en vista de que se buscaba a quien encontró las monedas, se presentó como tal y pidió para sí la mitad de lo encontrado. Además, rebatió la propiedad que perseguía Eguiguren, preguntando de forma retórica cómo es que durante tanto tiempo el propio Hurtado no había ido a buscar su dinero.
Era febrero de 1850 y ya habían comenzado a mover sus piezas los interesados. En aquel momento y sin tapujos, don José Basilio pidió también su parte del tesoro. Acusó de falta de pruebas a la parte del cura Hurtado, menospreció el rol de Silva en el descubrimiento y dejó claro que sólo él podía aspirar a la fortuna, porque fue quien la dio a conocer a las autoridades. Exigió la mitad de todo.
Así las cosas, como si fuera un cuento de nunca acabar, entró al ruedo un cuarto agente, uno que probablemente tenía toda la ventaja en estos asuntos, el fisco. Pese a que el abogado que representó al Estado alabó la acción emprendida por Eguiguren, sin la cual las monedas de plata se habrían quedado indefinidamente con don José Basilio, planteó que lamentablemente no había probado que las monedas pertenecieran al cura Hurtado; sobre los dos descubridores en pleito (Silva y de la Fuente), aseguró que ninguno había seguido los pasos adecuados para pedir su parte de esta fortuna, así que lo único que correspondía, era que el fisco se quedara con todo.
Por fin, en noviembre de 1850, dos años después del hallazgo, la justicia de Curicó emitió el veredicto: el Estado se quedaría con tres cuartas partes del tesoro y los descubridores Silva, de la Fuente y el anónimo peón barretero, con la cuarta parte (59 pesos a cada uno de los tres). Con esta sentencia se rechazó la propiedad reclamada por Eguiguren y los otros demandantes accederían a mucho menos de lo que esperaban y uno de ellos tendría una pequeña ganancia sin haber participado en el proceso judicial.
No contentos con el fallo, tanto Eguiguren como de la Fuente apelaron a la Corte Suprema, quien dos años después ratificó el veredicto de primera instancia por abandono de las partes durante el proceso y, como era de esperar, ellos tuvieron que pagar los gastos asociados. Eguiguren perdió tiempo y dinero, mientras de la Fuente quedó con una desabrida victoria.
Entonces, después de toda esta intensa lucha y con el fallo final conocido, después de casi 4 años del descubrimiento -que más que un regalo fue un dolor de cabeza para sus protagonistas- apareció Juan Andrés Catrileu solicitando su parte del tesoro de la iglesia de Vichuquén.
Aún hoy, encontrar un tesoro no es tan simple como en los sueños de niño.
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[1] Basado en un juicio que puede consultarse en: Archivo Histórico Nacional, Judicial de San Fernando, Legajo 231 (caja 128), pieza 8.
Interesante y muy ameno relato.
Fortunato Bobadilla Acevedo, Insc.Nac.N°40, Vichuquén