Qué hubieran hecho nuestros antepasados primitivos sin los ríos, si no alcanzaran agua cristalina, limpia y vital. Deliciosa en los días de intenso calor, necesaria en el diario vivir. Además, con los ansiados regalos que trae su cauce infinito: peces brillantes que el hábil cazador espera pacientemente.
Tan presente ha estado la naturaleza en nuestra historia que hemos comparado y dado vida a casi todos los elementos de nuestra geografía. Nos pasa con el fuego, cuando nos quedamos prendados a la madera ardiente y alguna vez pensamos que era un dios; también ocurre con los ríos y su sonido incesante, su flujo imperturbable que nos tranquiliza cuando respiramos profundo.
Hacia 1841, un joven arriero llamado Laureano Bustos, debía llevar una tropa de mulas hacia un punto que llaman La Placeta de los Lunes. Partía desde Alhué, un estrecho cajón que por el lado oriental frena con una muralla natural, una serranía que la protege y a su vez la aisla de sus vecinos del otro lado.
Las mulas eran en ese entonces y hasta entrado el siglo XX, el medio de transporte más utilizado para los diversos productos agropecuarios, que se generaban en las haciendas y chacras de todo el país. Se las cargaba con sacas de sal, cecina, hortalizas, frutas, cueros, vino, aguardiente y cuanto se pudiera. Las carretas sólo eran útiles cuando había un camino en buenas condiciones, de lo contrario eran de dudosa utilización. Y en particular en Chile, el camino real que iba por el centro, que era el mejor, en la práctica sólo era útil en algunos trechos.
Pero, estaba hablando de los ríos, y aunque Laureano Bustos agradecía toparse con vertientes durante los días de arreo, no pensaba lo mismo del imponente Cachapoal, ya que en algunos puntos tenía una anchura que superaba los 400 metros. Millones de litros circularían a su alrededor mientras debía cruzarlo a caballo obligando a las mulas a seguirlo. Por cierto, no estaba solo en aquella tarea, lo acompañaban sus amigos Juan Reyes y José María Silva.
Uno de los negocios que surgió tempranamente durante la época hispana fue el de transportista de cargas (los actuales camioneros). Usualmente viajaban desde las estancias a las ciudades de Santiago, La Serena o Concepción, que eran los grandes mercados donde se debían (algunos productos de forma obligada) vender a los residentes. El otro destino era Valparaíso, ya que desde aquel puerto el cuero de Colchagua, por ejemplo, podía terminar en el Callao para ser utilizado por limeños. En este caso, Laureano Bustos y sus amigos, llevaban estos animales para algún transportista.
No me distraigo más, los ríos de las dimensiones del Cachapoal eran utilizados como fronteras de partidos, delegaciones o doctrinas. En efecto, el partido de Rancagua limitaba con el de Colchagua en esta fuerza de la naturaleza; y lo mismo ocurría con tantos otros grandes torrentes como el Maule o el famoso Biobío. Eran fronteras naturales, igual que las montañas. Es que, en determinadas épocas era imposible saludar a los vecinos del otro lado; de hecho para efectos del día a día, probablemente ni siquiera se consideraran vecinos.
Por fin, luego de algunas jornadas de trajín, los tres amigos siguieron camino al punto de entrega, que estaba ubicado junto a un pequeño río que llamaban Cortaderal, brazo del Cachapoal. A propósito, este último nombre nos remite al cacique de todo el valle a la llegada de los primeros españoles por 1540. Desde entonces, ha permanecido su recuerdo vivo en el mismo afluente que vigila sus antiguas tierras.
Nadie se jacta de cruzar ríos, ya que esta operación estaba plagada de infortunios y los hombres muy probablemente solo sentían un profundo alivio y se mostraban agradecidos de estar al otro lado sanos y salvos. Así debieron reaccionar Bustos, Reyes y Silva, cuando por fin lograron cumplir su cometido.
¿Y los puentes? Cierto, no dije nada sobre ellos, pero es por una sencilla razón, los puentes casi no existían, recién a fines del siglo XIX aparecieron algunos como los conocemos hoy. Antes, había que cruzar estas monstruosidades torrentosas vadeándolas o, como un cronista relató, en algunos puntos se construían balsas para tal efecto. Como comprenderás, las mulas no pasaban en balsas, sino con mucho cuidado cortando el agua, en puntos poco profundos.
A la vuelta, los amigos repetirían la ruta, aunque con la ventaja de no llevar mulas. Pero, como suele suceder en primavera, la nieve que se acumula durante los fríos inviernos comienza a dejar las montañas y a helar las aguas del Cachapoal; de tal forma que cuando miraron el horizonte de aquella tarde, se dieron cuenta de que el río se hallaba sumamente crecido. El primero en pasar fue el baquiano José María Silva, en seguida se animó Juan Reyes y al final Laureano Bustos se reuniría con ellos del otro lado.
Me imagino un ruido más bien pesado, al agua muy fría y los corazones agitados, tanto el de Laureano como el de su yegua colorada rabona (o sea, de cola corta). Y entonces, avanzaron con cuidado.
como en la mitad del río, se resbaló de un pie el animal; Laureano logró enderezarse y se afirmó bien a la cabalgadura, pero la yegua volvió a desestabilizarse y entonces se fue al anca y se tomó de la cola, pero como las corrientes del río sumergían a la yegua, se soltó el arriero y se echó a nadar, andaría como cuadra y media río abajo, hasta que vino a quedar cerca de una orilla, con el agua a medio cuerpo. En ese instante, le grita Reyes que se esté en aquel punto mientras él volvía a repasar el río para irlo a sacar. Mas, como la cabalgadura pasase río abajo inmediato a Laureano, se volvió a tomar de ella, y entonces siguió Reyes la orilla del río y cuando acabó de dar vuelta una barranca, ya iba boyante (Laureano) sobre el agua, con los brazos abiertos y la cabeza para abajo sumergida. Reyes siguió tras él por la orilla, hasta que desapareció en un borbotón de agua. Enseguida también pasó el animal en las mismas condiciones que Laureano.
Silva, por otro lado, se cortó y no tuvo ánimo para nada.
Los amigos sobrevivientes pernoctaron en las cercanías del fatídico lugar, y al otro día temprano, partieron a buscar el cuerpo de su amigo. No lo encontraron.
Tan triste relato, refleja el sentimiento con el que tuvieron que lidiar por un buen tiempo los arrieros. Laureano dejaba una viuda que volvió a casarse cuatro años después. Mientras tanto, Juan Reyes siguió con su oficio, el único que conocía. De José María Silva, no tengo mayores noticias.
Entre 1686 y 1720 en el Maipo, otro muy caudaloso río, el 10,92% de los adultos registrados en los archivos parroquiales (libros de defunciones), murieron ahogados. Cifra que podríamos considerar subestimada porque en la mayoría de las partidas no había causa de muerte y porque, como sabemos ahora, no siempre se recuperaba el cuerpo. Y cuando aparecía, podía encontrarse en tan malas condiciones que no era posible identificar a la persona, como en 1713, cuando se sepultó “un cadáver en los huesos que se halló enterrado en la arena del río”.
Pocas veces logramos dimensionar las increíbles dificultades que debían sortear nuestros antepasados, ni siquiera miramos los ríos que pasan bajo los puentes que hoy sí tenemos. Y está bien, vamos dominando nuestro entorno. Pero, me parece importante que cuando estemos descubriendo y escribiendo nuestra historia familiar, hagamos el ejercicio de reconstruir ese otro mundo. La cantidad de sorpresas que encontramos, merece cualquier esfuerzo.
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Una nimia corrección, ha de ser ´aisla´ en vez de ´asila´, no? Última linea antes de la imagen aérea.
Como siempre un aporte Cristian. Gracias.
Se lee con sumo provecho. Gracias.